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Las Raíces del Olvido
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Las Raíces del Olvido

"La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados." — Jean Paul

Despierto y no sé dónde estoy, aunque el dolor punzante en las muñecas y en los tobillos me recuerda que este lugar ya lo conozco. Respiro, y en el aire denso reconozco el blanco de las paredes, el olor metálico de las correas, el frío de los cuerpos que se mueven como sombras a mi alrededor. Miro al frente, un reloj digital marca las 10:45 a.m., las cifras parpadean en el mismo rojo amenazante de siempre, el mismo rojo que me observa cada vez que cierro los ojos y los vuelvo a abrir.

Mi vejiga exige, pero me niego a llamar a nadie. No quiero hablar, no quiero escuchar esa voz apurada del enfermero, calvo, de sonrisa pícara, que no para de decir cosas que no entiendo. Oigo sus palabras como un murmullo, y me aferro a su ritmo rápido para evitar que mi propia urgencia se convierta en algo que él también note, para seguir siendo invisible. Pero entonces el malestar en mi cuerpo ya no me permite contenerme.

—Enfermera —digo apenas en un susurro, pero nadie escucha. Camino en puntas de pie sobre mi propio dolor, observando el ajetreo de uniformes blancos que no se detienen a mirarme, como si yo fuera un objeto más en este paisaje estático. Al final, una enfermera me escucha. Coloca un recipiente bajo mi cuerpo, me asean, respiro. Me quedo en silencio, observando el movimiento de ella y el enfermero, que se cruzan miradas rápidas, furtivas, con una chispa de algo que no se permite decir en voz alta.

Finalmente alguien, una voz que no reconozco, me dice: “Te van a buscar”. La frase flota en el aire, me permite una pausa para saborearla, pero no logro asirla por completo. ¿A casa? pienso, con una sonrisa que empieza a crecer como un eco, algo tenue y frágil. Pero entonces, en lugar de esa libertad que por un segundo imaginé, aparece en la puerta un guardia, una figura fría y sólida, un rostro impasible que apenas me dirige la mirada. A su lado, un médico, más joven de lo que esperaba, serio y con una carpeta de hojas gastadas que evitan mis ojos. Mis esperanzas se desmoronan, y el eco de esa sonrisa se convierte en un vacío frío que se expande lentamente en mi pecho.

Sin una palabra, me atan de nuevo, pero esta vez a una silla de ruedas. Mis muñecas y tobillos quedan asegurados, y el movimiento del guardia y el médico no admite preguntas, ni una sola pausa. Nos movemos rápido por el pasillo, sin palabras, sin aire. Siento como cada metro me sumerge más en una realidad implacable. Al final del corredor, el guardia empuja una puerta doble de metal pesado, y cuando cruzo, el aire cambia. Es otro ambiente, más denso, más frío. Las paredes, los rostros, el silencio que me envuelve son la señal definitiva. Hemos cruzado el umbral hacia un mundo sin retorno.

Esta es el ala psiquiátrica del hospital.

Aquí no hay ventanas, no hay relojes. Solo camas idénticas, sillas idénticas, cuerpos que se mueven en sus propios ritmos, aislados en sus propios abismos. En cada mirada veo un reflejo de lo que intento no mirar en mí misma. El tiempo se estira en este lugar, se vuelve pesado, un chicle que no tiene final. No hay ruidos, salvo murmullos y respiraciones, algún grito inesperado que corta el aire, y luego todo vuelve a su quietud, como si nadie aquí pudiera reconocer la existencia de los otros.

Día tras día, me hundo más en este lugar. La rutina me absorbe, la opresión se convierte en parte de mi piel, y me dejo llevar por el peso de los pasos, por el vaivén de las horas que se pierden en este espacio sin tiempo. Pero un día la veo a ella, al final de la sala común. Camille. Sentada sola en un rincón, con la mirada fija en algún punto indefinido. Su cabello lacio y oscuro cae por sus hombros, y tiene los ojos fijos, pero vivos, como si en su interior latiera algo ajeno a todo lo demás en este hospital.

Nos presentan al día siguiente en el comedor, y descubro que es francesa. Je m'appelle Camille, dice en un tono bajo, y ese sonido en francés, en medio de la tristeza de este lugar, me cala como un murmullo de otra época, de otro mundo. Sin decir mucho, empezamos a hablar en nuestro idioma secreto, y entre palabras apenas pronunciadas, sentimos un hilo invisible que nos une. Hay algo en su voz, en la forma en que susurra en francés, que me hace pensar en mi juventud, en mis primeros errores, en esos lugares oscuros que uno no menciona.

Pronto, Camille y yo nos volvemos inseparables. Hablamos en susurros sobre cosas sin importancia, pero en el idioma correcto, en el que se convierte en un secreto solo nuestro. Nos prometemos salir juntas de este lugar, nos aferramos a esa idea como a un bote salvavidas. El hospital se convierte en algo menos pesado cuando compartimos este pacto invisible. Un día, entre miradas rápidas y risas ahogadas, intercambiamos números de teléfono, escondidos en pedazos de papel que ocultamos con la habilidad de dos niñas tramando algo prohibido.

Entonces, sin previo aviso, Camille es dada de alta. Dicen que por “buena conducta”, que se ha “arrepentido sinceramente”. Y aunque no hay rastro de ella en los pasillos, sigo escuchando su risa en mi cabeza, un eco que me acompaña en cada paso. Luego, al poco tiempo, salgo yo. Nos encontramos fuera del hospital algunas veces; vamos a cafeterías, caminamos por la ciudad, hablamos del pasado, del tiempo y de lo que dejamos atrás. Ella me llama, me escribe mensajes, hasta que un día, sin explicación, desaparece.

Recuerdo el lugar que me mencionó, el rincón en el bosque donde la encontraron una vez, donde me dijo que siempre encontraba refugio. No espero más y voy hasta allí. Al llegar, siento una quietud que me envuelve como una manta, un silencio que me invita a algo más profundo. Miro alrededor, y en la base de un árbol, encuentro un hueco donde sobresale un papel doblado. Al abrirlo, leo su letra, y el peso de las palabras cae sobre mí, como un eco que se apaga en el vacío:

"Sabía que vendrías aquí. Lamento que sea tarde. Mi cariño fue sincero, pero me fui a donde debía ir, por ti y por mí. Perdóname por no habértelo consultado, pero quise llevarme tu sufrimiento y el mío. Ahora vive por ti y por mí."

Las palabras resuenan en mi mente, y me siento vacía y completa al mismo tiempo. Camille ha hecho algo que yo no he logrado, algo definitivo. Me quedo allí, en el silencio del bosque, y siento que una parte de mí se queda con ella en este árbol, en este rincón oculto donde sus secretos y los míos se encuentran y se vuelven uno.

Finalmente, dejo la nota en el hueco, cierro los ojos y escucho el susurro de las hojas moviéndose, como si fuera su voz, un eco que me guía. Me alejo, dejando una parte de mí entre las raíces de ese árbol, y algo dentro de mí, en el silencio de esa despedida, encuentra una paz que jamás pensé posible.

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