El Substack de Mayra
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Exilio
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Exilio

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No hay otro momento en la vida en que el mundo parezca tan vasto y tan pequeño al mismo tiempo como lo es en la adolescencia. Estábamos ahí, viviendo entre los días de colegio, cigarrillos y risas que se desbordaban por las esquinas de las aulas y los pasillos, como si el tiempo, cómplice de nuestros secretos y amores invisibles, fuera a detenerse de pronto. Éramos seis, a veces ocho. Una banda de jóvenes que creíamos haber descifrado el mundo mientras nos perdíamos en los acordes de Nirvana, Metallica, The Police y Guns N' Roses. Cada uno era una nota disonante en esa melodía que compartíamos, tan ajenos al paso de las horas como si la vida no pudiera alcanzarnos.

Al centro de todo estaba la finca de Esteban, una vieja casa de piedra que había resistido décadas, con las vigas crujientes y las ventanas sucias de años de lluvia y polvo. Ahí, entre el verde denso de los árboles y el murmullo de la brisa que se colaba por las rendijas, nos refugiábamos del mundo, de los adultos y de nosotros mismos. Cada fin de semana que íbamos hasta allí era una despedida del tiempo, un salto hacia la inmensidad del presente. Era el único lugar donde nos sentíamos realmente libres.

Los días comenzaban con promesas de eternidad, con mañanas que parecían diluirse en el humo de los cigarrillos que comprábamos en el cafetín que estaba a la otra esquina del colegio y muy cerca del árbol de las quedadas. Encendíamos uno tras otro mientras hablábamos de todo y de nada. A veces discutíamos sobre las clases, los profesores, o lo que fuera que nos diera risa para hacer bromas. ¿Es el tiempo el enemigo?, decía Sara, su voz suave, como si temiera desvelar algún secreto profundo. Nadie respondía. Quizás porque, aunque pretendíamos saberlo todo, la verdad era que no sabíamos nada y además tampoco queríamos ser demasiado reflexivos. Y esa ignorancia era un refugio, un espacio seguro donde podíamos seguir imaginando que lo entendíamos todo.

En medio de ese caos de risas y rock, surgió algo que fue más que palabras en el viento. Andrea y Marcos. Parecía inevitable. Las miradas que compartían no eran como las nuestras. Había algo más, algo eléctrico, que flotaba entre ellos, casi palpable. Un día, mientras que por casualidad Bob Marley sonaba de fondo con su Could you be loved, Andrea se sentó al lado de Marcos, sus rodillas apenas tocándose. En ese pequeño roce, todos entendimos lo que estaba ocurriendo. No necesitaban palabras, y en aquel entonces, nosotros tampoco. La amistad se volvía un escenario donde los amores nacían y se desvanecían como el humo que exhalábamos con descuido.

Recuerdo una tarde en particular. El sol se deslizaba perezoso detrás de las montañas, y el aire olía a tierra mojada. Habíamos bebido más de lo que podíamos manejar, como siempre. Andrea y Marcos estaban recostados el uno junto al otro, en un intento de unir cabezas y hombros, tomados de la mano como si el mundo pudiera desmoronarse y ellos seguirían ahí, sobreviviendo a los restos. Me acerqué y escuché a Marcos susurrar algo al oído de Andrea. Algo que no logré entender, pero que la hizo sonreír de una forma que no había visto antes. Fue en ese instante que comprendí que nosotros, como grupo, éramos un puñado de fragmentos que encajaban de manera extraña, pero que en cualquier momento podrían caer al suelo y romperse.

Esos fines de semana eran sin más: una serie de momentos que pendían de un hilo, que sentíamos inmortales. Bebíamos, fumábamos, bailábamos, cantábamos y hasta nos lanzábamos a la piscina de agua helada a medianoche, luego salíamos envueltos en mantas y en neblina, con los ojos fijos en el cielo, las estrellas, y la luna hablando de nuestras cosas, de planes futuros, con las ganas siempre de repetir esos encuentros que nos daban la mayor libertad de todas. Afortunadamente no hablábamos de libros que no habíamos leído. Borges, Cortázar, Poe. Nombres que se convertirían en espejos de nuestros deseos, de esa incomprensible necesidad de ser más grandes, más sabios, de ser alguien más, cualquier cosa que no fuera esa piel que empezaba a volverse extraña y ese cuerpo que dolía sin razón. Pero siempre, siempre terminábamos con la música. Don't cry sonaba, y había un peso en las palabras de Axel Rose que no podíamos ignorar. No estábamos llorando, pensábamos. O tal vez solo éramos sombras, atrapados entre la adolescencia y la vida que aún no había llegado.

Nos reíamos de los adultos y de sus preocupaciones. ¿Trabajo? ¿Matrimonio? ¿Responsabilidades? Eran cosas que estaban lejos, tan distantes como la luna en esas noches en la finca. "Nosotros nunca seremos como ellos", decíamos con soberbia juvenil, seguros de que teníamos un pacto con el universo, uno que nos protegería de la inevitable llegada del futuro. Pero, aunque lo negáramos, el mañana acechaba en las sombras. Y lo sabíamos.

Con los años, el tiempo del colegio se iba desvaneciendo antes de que pudiéramos retenerlo. Andrea y Marcos entraron en un bucle de idas y vueltas, como suele suceder cuando se ama con la intensidad de quien aún no entiende el peso del amor. Terminaban y volvían, siempre dejando una herida que, aunque pequeña, y era a ellos a quienes más dolía, de alguna forma también nos dejaba cicatrices a todos. Aunque, en el fondo, entendíamos que nada, ni siquiera esa amistad que al principio hubo entre ellos, era lo suficientemente invencible, como para durar para siempre.

La finca quedó vacía con el tiempo, y las risas se fueron apagando, como los ecos de las guitarras distorsionadas de Led Zeppelin. Nos graduamos. Cada uno siguió su camino. Algunos más lejos que otros, pero todos, de alguna manera, alejándonos de esa burbuja de libertad y caos que habíamos compartido. A veces, me pregunto si todos nos acordamos de las mismas cosas, si para ellos, esos días fueron tan inmensos como lo son para mí hoy día. Si recuerdan las canciones, las promesas, los silencios que compartimos en las madrugadas de intoxicaciones etílicas.

De algo estoy seguro, el rock sigue sonando en algún lugar, aunque ya no sea el mismo. Y nosotros tampoco. Crecimos. Nos fragmentamos. Pero en algún rincón de mi memoria, sigue viva la imagen de Marcos y Andrea, abrazados bajo las estrellas, con Could you be loved o More than words resonando en el fondo, como si el tiempo aún pudiera detenerse. Como si fuéramos eternos.

Pero la eternidad, ya lo sabemos ahora, solo existe en las canciones.

Muchos estábamos convencidos de que esa amistad, esos días, podían sobrevivir si entre todos les hacíamos comprender que la amistad era lo primero. O al menos eso era lo que nos repetíamos entre tragos de licor barato, mientras la voz rockera de Sting llenaba el espacio vacío de las madrugadas con Roxanne.
Pero las grietas, por momentos, comenzaban a aparecer silenciosamente, primero en los silencios prolongados, luego en las miradas que se desviaban.

Andrea fue la primera en alejarse, aunque en ese momento ninguno de nosotros lo entendió. La ruptura con Marcos parecía haber sido el detonante, pero la verdad es que algo en ella ya se había roto mucho antes. Lo veíamos en sus ojos, en la forma en que se quedaba en silencio cuando hablábamos de los futuros que imaginábamos, como si supiera algo que nosotros aún no éramos capaces de comprender. Nos quedaba la música —aún sonaban en nuestras reuniones los acordes de November Rain, el lamento épico de Metallica o la rebeldía frenética de The Clash— pero algo había cambiado.

A pesar de que cada uno de nosotros comenzó una carrera universitaria distinta, todos estábamos en la misma ciudad, solo que ya no nos veíamos tan a menudo, si acaso chicas y chicos por separado, y quizás alguna vez volvimos a coincidir, ya no en la finca de Esteban, tampoco en su casa, lugar de encuentro por excelencia para intentar repetir viejos tiempos.

Un día, pasados ya algunos años, nos volvimos a juntar y fue entonces cuando Sara nos confesó que hacía mucho que no sabía nada de Andrea y que no tenía intenciones de buscarla y mucho menos saber de ella. No fue una conversación dramática. Nos quedamos quietos, sin saber bien qué decir. Ninguno quiso preguntar si era por Marcos o por algo más profundo. Sabíamos, aunque no lo dijéramos, que Andrea estaba escapando, pero no de nosotros. Se escapaba de sí misma.

Lo que nunca supimos fue hasta qué punto esa fuga la marcaría. Al principio, se fue a Caracas, un viaje que solo iba a durar unos meses. Pero los meses se convirtieron en años, y Andrea, siempre inquieta, se convirtió en una viajera errante. Su vida se volvió una constante partida. Cambiaba de ciudad, de país, como quien cambia de piel. Punta Cana, Berlín, Barcelona, Daca, Gijón, Cochabamba. Cada nuevo destino era un intento desesperado por dejar atrás una versión de sí misma que ya no reconocía, pero que siempre terminaba alcanzándola en cada aeropuerto, en cada habitación de hotel.

Nos escribía o llamaba de vez en cuando, mensajes breves que llegaban como ecos lejanos de lo que habíamos sido. Nunca dejó de pensar en aquellos días. Nos lo confesaba entre líneas, con una nostalgia que se filtraba en cada palabra. Yo sentía,  cada vez que escribía, aunque no lo dijera, que decía “Extraño la finca”. O “Me encantaría escuchar Sweet Child O' Mine con ustedes otra vez”. Porque, a pesar de su constante huida, Andrea nunca pudo dejar de añorar aquellos años junto a nosotros. Éramos los únicos que habíamos conocido a esa Andrea que todavía creía en la posibilidad de pertenecer, de echar raíces. Esa Andrea que no huía de nada, porque en esa burbuja de rock y cigarrillos, se había sentido libre.

Pero sé que Andrea, con el tiempo, dejó de confiar en sí misma. Después de Marcos, después de esa ruptura que fue más un pretexto que una causa, algo dentro de ella se quebró. Comenzó a creer que no era buena compañía, ni siquiera para ella misma. La vi una vez, años después, en una pequeña cafetería de Madrid. Sus ojos seguían siendo los mismos, pero había en ellos una tristeza que antes no estaba. Me confesó, entre sorbos de café frío, que ya no podía mantener amistades. Que las personas llegaban a su vida, pero ella siempre terminaba alejándose antes de que pudieran quedarse. “No puedo con la idea de que alguien más me conozca como ustedes lo hicieron”, dijo. Y entonces comprendí que Andrea no solo huía de los lugares; huía de la intimidad, de ese lazo invisible que había hecho que nuestra amistad fuera tan profunda, tan vital.

La música siguió siendo su único refugio. Me lo contó en aquel encuentro. A veces, en las noches de soledad, ponía Knocking on Heaven's Door y cerraba los ojos, dejando que el sonido de las guitarras la llevara de vuelta a la finca, a nosotros. Pero aunque la música podía transportarla, nunca era suficiente para detenerla. Siempre había un nuevo vuelo, una nueva ciudad que la esperaba. La última vez que supe de ella, estaba en un pequeño pueblo al norte de España, escribiendo algo que, según sus propias palabras, nunca terminaría.

Nosotros seguimos juntos. La vida nos llevó por caminos diferentes, pero aún mantenemos el contacto, aunque sea a través de mensajes esporádicos o reuniones ocasionales. Siempre hay una silla vacía, una canción que resuena en el fondo, y en algún momento de la noche, sin que nadie lo mencione, alguien mira al horizonte, recordando a Andrea.

A veces pienso que Andrea sigue huyendo porque tiene miedo de enfrentarse a lo que dejamos atrás. A esos días que, aunque ya no están, siguen marcados a fuego en nuestra memoria. La finca, las noches interminables, las risas que ya no suenan igual. Ella fue la única que decidió exiliarse del grupo, no porque ya no nos quisiera, sino porque dejó de quererse a sí misma. En su errar, quizás busca un lugar que la reconcilie con lo que alguna vez fue, pero mientras tanto, sigue siendo la viajera que no se detiene. Nosotros nos quedamos en ese eco, en el rincón cálido de la nostalgia, donde las canciones aún suenan, y los recuerdos no han perdido su brillo.

Y en algún lugar del mundo, Andrea sigue caminando, con su discman a todo volumen, escuchando November Rain, pensando, tal vez, que en algún punto del viaje podrá volver a casa. Aunque en el fondo, todos sabemos que ella ya no sabe dónde queda eso.

Con el tiempo, supimos que se había establecido en algún rincón de España, en una pequeña casa cerca del mar, un lugar donde la calma del oleaje intentaba, en vano, apaciguar su alma errante. Supimos también que había formado una familia, con un hombre que había aprendido a amar su distancia, a entender sus silencios. Había tenido hijos, aunque nunca dejó de ser, en el fondo, esa viajera sin rumbo fijo. A veces la imaginaba sentada en el porche de su casa, con los ojos fijos en el horizonte, mientras en su cabeza sonaba alguna vieja canción de Bon Jovi, recordando aquellos días en los que fue verdaderamente libre, antes de que la vida la empujara a exiliarse incluso de sus propios sentimientos.

Y aunque había encontrado una cierta estabilidad, aunque su vida parecía, al fin, haber hallado un cauce, Andrea nunca dejó de sentir ese vacío que había empezado a gestarse el día que decidió dejarnos. En las noches, cuando todo estaba en silencio, ponía discos antiguos y dejaba que la música la transportara a esas tardes interminables de risas y complicidad. Quizás, en esos momentos, recordaba cómo el mundo parecía detenido, cómo el futuro no pesaba tanto, y cómo no había tenido que huir de sí misma porque, en esos días, la amistad la sostenía.

El autoexilio de Andrea no fue un escape físico, sino una huida de la vida misma.

A veces, cuando escucho Wish You Were Here de nuevo, me pregunto si Andrea, en algún rincón del mundo, sigue sintiéndose sola a pesar de la gente a su alrededor. Si sigue recordando esos días dorados, donde éramos todo y no sabíamos nada. Tal vez en sus noches más oscuras, mientras el mar cantábrico susurra en su ventana, se pregunta qué habría pasado si no hubiera huido. Si, en lugar de autoexiliarse, se hubiera quedado con nosotros, luchando contra sus demonios junto a quienes la amaban.

Pero lo cierto es que el exilio de Andrea fue una elección. Se desterró no solo de nosotros, sino de la vida misma, porque temía lo que encontraría si se quedaba. Y aunque encontró un hogar lejos, aunque vivió, amó y construyó una nueva vida, una parte de ella siempre perteneció a ese pasado que dejó atrás. A esos días en la finca, a las canciones que sonaban de fondo mientras el futuro aún era un enigma por resolver.

Quizás, en el fondo, siempre será una exiliada de la juventud, de la vida, y de sí misma. Pero en cada carta, en cada eco lejano de su voz, seguiremos siendo esos amigos que la acompañaron en los días en que el mundo parecía nuestro y las noches eran infinitas.

La última vez que la vimos todos juntos fue en la finca, un día cualquiera. El cielo estaba despejado, y el viento llevaba el olor a tierra mojada desde las montañas. Ella estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y una botella de vino en las manos. Nos reíamos de algo insignificante, algo que hoy ninguno de nosotros puede recordar, pero su risa era la más fuerte de todas. Ahora, cuando pienso en ella, me gusta recordar esa imagen: Andrea, borracha bajo el cielo abierto y oscuro mumurando mientras pedía un Marlboro como si nada pudiera alcanzarla y salvarla, como si ese momento fuera eterno.

Pero no lo fue. Nunca lo es.


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Dedico esta historia a aquellos adolescentes que fuimos.

A aquellos que fueron refugio en la tormenta de la adolescencia,
A los que rieron, soñaron y, sin saberlo, dejaron una huella imborrable.

Para los que se quedaron y para quienes decidieron irse.
A las conversaciones interminables, los silencios cómplices,
y las tardes en que el mundo se detenía.

Gracias por haber sido hogar cuando el resto del mundo parecía incomprensible.
Este es un recuerdo eterno de lo que fuimos,
y de lo que, de alguna manera, siempre seremos.


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