Carmen había aprendido a ser invisible, a deslizarse por los márgenes de la ciudad como una ráfaga de viento entre las ruinas. Cada esquina era la sombra de lo que fue, cada muro derruido guardaba la memoria de un país que alguna vez vivió con los ojos abiertos. Sus días como periodista clandestina habían comenzado como algo temporal, un acto de resistencia mientras las tensiones se aliviaban. Pero la situación no mejoró; con el paso del tiempo, el régimen se volvió una sombra más densa y asfixiante, y la invisibilidad se convirtió en una forma de vida.
Había conocido el oficio de contar la verdad en los tiempos en que los periódicos aún circulaban libremente y la palabra escrita tenía el poder de abrir ojos y transformar conciencias. Caracas era un hervidero de historias, y ella, con su cuaderno en mano, encontraba en cada esquina una crónica que contar. Como en los años de Eleazar Díaz Rangel, quien con su ética y valentía denunció las injusticias de los poderosos y defendió el oficio periodístico con integridad. Díaz Rangel había sido un referente para ella, junto con otras valientes periodistas como Tamoa Calzadilla y Jenny Oropeza, quienes desde sus distintas trincheras han resistido la marea de mentiras oficialistas. Carmen se inspiraba en esos rostros, en esas voces que nunca dejaron de contar lo que pasaba, aunque los censuraran, aunque los intentaran callar.
La Venezuela que amaba estaba enterrada bajo capas de miedo, de hambre y de silencio. Sin embargo, ella no se había marchado. A diferencia de tantos amigos, colegas y familiares que partieron en busca de refugio en otras tierras, Carmen se quedó. Lo hizo porque creía en algo más profundo que la política, en algo más duradero que el miedo: creía en su país, en su gente, en esa chispa de humanidad que ni el régimen más opresor podía sofocar del todo.
Era una convicción que había heredado de sus abuelos, inmigrantes europeos que habían llegado a Venezuela buscando escapar de la miseria y las ruinas de la guerra. Para ellos, Venezuela había sido una tierra de promesas, un lugar donde el sol era eterno y los campos fértiles. Habían encontrado en esas costas algo más que asilo: habían encontrado una nueva vida, una segunda oportunidad que Europa no les pudo dar. Esa historia, esa gratitud, había pasado de generación en generación, y Carmen sentía que le debía a su país lo mismo que alguna vez le dio a sus antepasados: fe en el futuro.
Ahora, esa fe era lo único que le quedaba, y se aferraba a ella como un náufrago a su madero en medio de la tormenta. Su labor como periodista clandestina no era solo un acto de resistencia, era un acto de amor. Sabía que su palabra tenía peso, aunque el régimen intentara silenciarla. En las pocas líneas que podía enviar a través de canales seguros, cada frase era un desafío, cada palabra una herida en el monolito de poder que había cubierto al país de sombras. Pensaba en aquellos que, como Alfredo Peña, desde su columna en El Nacional, desafió las amenazas y habló sin miedo. En periodistas como Miguel Henrique Otero, quien había convertido a El Nacional en una voz incómoda para los poderosos, resistiendo a pesar de los ataques.
Una noche, mientras la ciudad se sumergía en el silencio pesado de los toques de queda, Carmen recibió un mensaje encriptado. Era de una fuente confiable, alguien que había trabajado dentro del régimen, un funcionario desencantado que, como tantos otros, había decidido que ya no podía callar. Carmen leyó el mensaje con el ceño fruncido, tratando de descifrar lo que se escondía entre las palabras cuidadosamente escogidas. Hablaba de un colapso inminente, de tensiones internas que estaban a punto de estallar, de un derrumbe inevitable. El mensaje la estremeció. Llevaba años esperando este momento, años de clandestinidad, años de resistencia, y ahora, frente a la posibilidad de que todo terminara, sintió una mezcla de emoción y terror.
Era como las canciones de Alí Primera, cuyas letras de protesta resonaban en su mente: "Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos". Alí había sido la voz del pueblo, de los que nunca se rendían. Su música se escuchaba en la resistencia, sus palabras cantaban la promesa de una Venezuela libre. El mensaje que Carmen había recibido parecía una continuación de esas voces que, desde la música y la palabra, nunca dejaron de creer en la libertad.
—¿Crees que sea cierto? —preguntó Alejandro desde la cocina, mientras intentaba preparar algo con los escasos víveres que les quedaban.
—No lo sé —respondió Carmen, con la mirada fija en el mensaje—. Si es cierto, todo está a punto de cambiar. Pero aún no puedo creerlo del todo.
Alejandro asintió en silencio, conocía bien el escepticismo de su esposa. Carmen no era ingenua, había aprendido a desconfiar de los rumores, a dudar de los mensajes de esperanza que, demasiadas veces, no eran más que espejismos en el desierto. Pero algo en este mensaje era diferente. Había un tono de urgencia, una certeza casi tangible que hacía que su corazón latiera más rápido de lo normal. Si era verdad, si el régimen estaba por caer, entonces todo su sacrificio, todo lo que había soportado, finalmente tendría un propósito claro. Y sin embargo, el miedo seguía ahí, agazapado, recordándole que en Venezuela, los sueños eran frágiles.
Esa noche, no pudo dormir. Se quedó junto a su máquina de escribir, las manos temblando sobre las teclas, tratando de encontrar las palabras adecuadas. Las noticias que circularían al día siguiente debían ser contundentes, claras. No había margen para el error. El país estaba en un momento de quiebre, y su trabajo era asegurarse de que la verdad no fuera aplastada en el caos de lo que venía.
Pensó en las palabras de la escritora venezolana Victoria De Stefano, quien, en su novela El lugar del escritor, describía la soledad y el exilio, no solo geográfico sino también interno. Para Carmen, su exilio era emocional; estaba desterrada de la Venezuela que amaba, viviendo en las sombras de una realidad que apenas reconocía. Sin embargo, seguía resistiendo, como tantos otros que habían utilizado el arte, la música y la palabra para desafiar la opresión.
Las horas pasaban lentamente y, a medida que el sol se asomaba tímido entre los edificios en ruinas, un rumor comenzó a crecer en las calles. Primero fue un murmullo, apenas perceptible. Pero a medida que la ciudad despertaba, ese murmullo se transformó en gritos, en cánticos, en una marea de voces que se entrelazaban en un solo clamor: el régimen había caído.
Carmen salió al balcón con su hija en brazos. Luisa, quien había crecido en medio del silencio y las sombras, miraba asombrada la multitud que comenzaba a llenar las calles. Los vecinos, que durante años habían vivido con miedo a mirarse a los ojos, ahora se abrazaban, lloraban, reían. Era como si todo el dolor acumulado hubiera estallado de repente, liberado por la noticia que todos esperaban, pero que pocos se habían atrevido a imaginar de verdad.
En ese momento, Carmen sintió que el sueño que había tenido tantas noches, ese en el que Venezuela renacía de sus cenizas, finalmente se había hecho realidad. Las palabras que había escrito, las crónicas que había enviado al exterior, todo había sido una pequeña contribución a este despertar. Y aunque sabía que el camino que seguía sería largo y difícil, que reconstruir un país roto no era tarea sencilla, por primera vez en mucho tiempo sintió que la esperanza ya no era un acto de resistencia, sino de posibilidad.
Miró a Alejandro, que también observaba la escena desde el balcón, y vio en su rostro la misma incredulidad que sentía ella. No era solo el fin de una dictadura, era el comienzo de algo más grande, algo que aún no podían entender por completo.
—Lo logramos —susurró Alejandro, con una sonrisa que no había visto en años.
Carmen asintió, con lágrimas en los ojos. Venezuela, el país que amaba, el país que había visto caer en el abismo, finalmente estaba de pie. Y en ese momento supo, con una certeza que pocas veces había sentido, que todo lo que había hecho había valido la pena. La lucha, el sacrificio, el dolor… todo tenía sentido ahora.
El país había despertado. Y esta vez, el sueño no sería arrebatado de nuevo.
Anoche soñé con Venezuela,
no la quebrada y sangrante,
sino un gigante que despierta,
sacudiendo el polvo de los años oscuros.
Vi gente en las calles, abrazos de libertad,
gritos de júbilo, no de rabia,
y un país que renacía,
como siempre supe que podía.
Desperté con la certeza de un sueño hecho carne,
como si el anhelo fuera ya posibilidad,
y cuando llegue la noticia,
cuando caiga la narcodictadura,
mis primeras lágrimas serán de incredulidad,
seguida de un torrente de emoción.
Pensaré en los que resistieron,
en los que, como mi prima Angélica,
creyeron con el corazón entero
que su país no estaba destinado a morir.
Venezuela saldrá adelante, lo sé,
porque un país de tantas historias
no puede acabar en silencio.
Su alma es grande, resistente,
hecha de la materia de sueños
que florecen en medio del trópico.
Ese día no será solo un cambio,
será el fin de una pesadilla,
y el inicio de un capítulo nuevo,
escrito por las manos de su gente.
Quise escribir sobre Venezuela porque siento una conexión profunda con mi país y su situación actual a pesar de no estar ahí. Me impulsó a escribir una historia utópica porque en realidad un día lo soñé libre y en un primer momento, escribí exactamente esos párrafos de arriba. También por la necesidad que siento de dar voz a quienes, como Carmen o María, han resistido en medio de la adversidad, manteniendo viva la esperanza de un futuro mejor. Me inspira la lucha de quienes, a pesar de las dificultades, no se han rendido y siguen creyendo en la libertad y la justicia. Me mueven sentimientos de nostalgia, amor y frustración por lo que Venezuela ha sido y por lo que sé que aún puede ser. En el fondo, me he valido de un cuento, unos párrafos, para expresar esas emociones complejas y, a través de la escritura, conectarme con esa Venezuela que, a pesar de todo, sigue siendo mía.
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