Marta nunca había entendido por qué las flores de loto eran tan veneradas en algunas culturas. Para ella, una flor era solo eso: una bonita imagen, un detalle más de la naturaleza que apenas merecía su atención. Pero la vida, a veces, encuentra formas extrañas de contar historias. Y aquella flor, que renacía cada día desde el barro, se convertiría en la metáfora que daría sentido a su existencia.
Todo comenzó con el agua. No el agua clara de los ríos, sino el agua turbia que se acumula en los rincones olvidados de un estanque. Marta se sentía atrapada en algo similar, un líquido espeso e invisible que se adhería a su piel y la mantenía inmóvil. La rutina se había convertido en un pantano donde cada paso era una lucha inútil. Había dejado de pintar hacía años, sus pinceles ahora descansaban como huesos fósiles en una vieja caja. La música, que antes era su refugio, había quedado reducida a un eco distante en su memoria.
El día que encontró aquella caja olvidada en el altillo, no esperaba nada. Buscaba algo práctico, un destornillador, una lámpara rota. Lo que encontró, sin embargo, fueron fragmentos de una vida que apenas reconocía. Una foto en blanco y negro, una flor prensada entre las páginas de un cuaderno, cartas con tinta corrida por lágrimas que no recordaba haber llorado. Marta sostuvo una de esas fotos, una de ella misma en su juventud, y algo se quebró dentro de ella.
La mujer en la foto sonreía, pero no como lo hacía ahora, con una mueca que buscaba agradar. Esa sonrisa era real, amplia, descarada. Sus ojos, abiertos como dos pequeños espejos, reflejaban un mundo lleno de posibilidades. Marta dejó caer la foto sobre la mesa y sintió cómo una punzada le subía desde el estómago hasta el pecho. Era como si el aire en la habitación se hubiera vuelto más pesado, más difícil de respirar.
Esa noche soñó con agua. Era un estanque oscuro, tan profundo que no podía ver el fondo. Estaba sola en el centro, flotando sin rumbo, rodeada de hojas grandes y gruesas. De repente, algo emergió desde las profundidades. Primero fue un tallo, delgado pero firme. Luego, una flor. Era una flor de loto, perfecta en su simetría, con pétalos blancos que parecían brillar con luz propia. Al despertar, la imagen seguía viva en su mente.
Al día siguiente, Marta salió de casa. No había un plan, solo el impulso de caminar, de moverse, de escapar. Las calles estaban llenas de gente, pero ella apenas los notaba. Llegó al parque sin darse cuenta, un lugar que no visitaba desde hacía años. El sonido de los pájaros y el murmullo del agua en la fuente la envolvieron, y por primera vez en mucho tiempo, se sintió un poco más ligera.
Cerca del estanque, vio un grupo de personas practicando tai chi. Sus movimientos eran lentos, casi hipnóticos, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. Uno de los hombres, de cabello blanco y rostro sereno, la miró y le sonrió. Sin saber por qué, Marta sintió el impulso de quedarse, de observar. Había algo en esos movimientos que la atraía, algo que no podía explicar.
Esa noche, el sueño volvió. Esta vez, la flor de loto no estaba sola. Había otras flores a su alrededor, todas flotando sobre el agua oscura, formando un círculo que brillaba bajo una luz desconocida. Marta despertó con una sensación extraña, una mezcla de calma y expectación.
Poco a poco, Marta comenzó a cambiar. No fue algo inmediato, ni fácil. Al principio, se obligaba a salir de casa, a caminar, a observar. Luego, comenzó a participar en las clases de tai chi, aunque sus movimientos eran torpes y sus músculos protestaban. Pero había algo en ese ritual, en la repetición de los gestos, que le devolvía una sensación de control, de pertenencia.
Un día, después de una clase particularmente difícil, Marta decidió sentarse junto al estanque del parque. Observó cómo las hojas de loto flotaban sobre el agua, cómo los peces nadaban debajo de ellas. Era un mundo en miniatura, completo en sí mismo. En ese momento, recordó un libro que había leído en su juventud, El libro tibetano de los muertos, y una frase que nunca había olvidado: “Del barro más oscuro, nace la flor más pura”.
La pintura volvió a su vida como una antigua amiga. Marta desempolvó sus pinceles y compró un lienzo nuevo. No tenía un plan, solo el deseo de crear. Al principio, sus manos temblaban y los colores no parecían encajar. Pero con cada trazo, sentía que algo dentro de ella se liberaba. Pintó flores, muchas flores. Flores de loto flotando en estanques oscuros, flores que emergían de la nada, llenas de vida y color.
Con el tiempo, Marta comenzó a notar cambios en sí misma. Su cuerpo, que antes sentía como una carga, ahora se movía con más facilidad. Su mente, que antes estaba llena de pensamientos oscuros, ahora encontraba momentos de paz. Incluso sus sueños eran diferentes. Ya no soñaba con agua oscura, sino con luz, con paisajes abiertos y cielos despejados.
Un día, mientras caminaba por el parque, Marta se detuvo junto al estanque. Observó su reflejo en el agua y, por primera vez en mucho tiempo, no sintió rechazo. Vio a una mujer que había vivido, que había sufrido, pero que también había encontrado la forma de florecer.
El renacer no fue algo que ocurrió de golpe. Fue un proceso lento, como el crecimiento de una planta. Pero cuando Marta miraba sus pinturas, cuando sentía el sol en su piel, sabía que había encontrado algo más profundo que la felicidad: había encontrado la paz.
Como la flor de loto, había emergido del barro, más fuerte y más hermosa que nunca.
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Recomiendo leer esta historia escuchando esta canción o leer la historia con mi voz en off y luego escucharla, como prefieran 😉.
Pienso que la intensidad lírica y emocional de esta canción, con su mensaje de liberación y redención, encapsula el espíritu del renacer que vive Marta.
¿Qué les parece? ¿Están o no de acuerdo conmigo?
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